jueves, enero 11, 2007

trabajo

Acabo de vomitar. Sudaba frío, veía manchas y no podía estar quieto más de un instante en un mismo lugar. Mi cuerpo se electrocutaba con no sé qué corriente que parecía ir desde mi entrepierna hasta la punta de los pelos. La confusión es absoluta, crisis podría describirse. Volví del baño y disimulo lo máximo, me preocupan mis ojos eyectados de sangre, mi tono verdoso y lo peor, ruego a San Vómito que nadie se me acerque, estoy seguro que mi boca apesta.

Nada de esto pasó. Es sólo otro día malo en el trabajo y llegó el horario de almuerzo. Salí a dar una vuelta sin mucho rumbo y compré por el camino un pebete de jamón, queso, lechuga y tomate más una gaseosa. Busqué un lugar calles adentro. Lo más barrio y desierto posible. Encontré algo parecido y me senté. Un equipo de palomas era lo único vivo que andaba por ahí. A la más osada le hice ffuuhuush y se fueron casi todas.

Comí. Estaba rico. Se acercó nuevamente la paloma líder. Tuve la idea de tirarle el fondito de la gaseosa. Idea, maldad, boludez, lo que sea. Para eso me percate que nadie me viese, ya que aquella escena lamentable podía ser soportada por mi y mi estado de ánimo, pero no tenía intensiones de arriesgarla al ojo ajeno. Me di vuelta. Una chica rubia y delgada cruzaba la calle opuesta. Parecía linda. La seguí con los ojos ampulosamente hasta que la esquina hizo lo suyo y se perdió. Me quedé con la vista clavada en esa pared por varios segundos. Diez, podrían contarse.

Giré. La líder ya estaba más lejos y había burlado mis intenciones. Sonreí pensando en lo de los segundos en la pared, en repetir eso. Recién ahí descubrí un hormiguero a mis pies. Al destino no podía haberle pedido más. Le calculé unos treinta segundos con la vista fija en el movimiento mecánico de entrada y salida de los insectos. Y ahí si ya supuse que mi momento microcósmico había sido suficiente y emprendí la vuelta invisible a la oficina. Llegado traté de no saludar, de no cruzar miradas, de no generar, de no alimentar aquel vacío.

En eso pasé por una oficina de las que no sé bien qué hace la gente ahí. Había uno parado, de remera, le calculé unos treinta y cinco años. Lo conocía de vista, pero no sabía nada de nada sobre él y menos de lo que hacía en aquella oficina. Tomaba mate, tranquilo. Cerca había una chica. No me atraía en lo más mínimo. Morochas y regordetas no son mi estilo. Pero ella no se molestaba y estaba sentada, parecía estar muy relajada, leía algo. Tal vez una revista.

Y ya. Ahí se perdó el vacío. Ahí se me ocurrió escribir de las hormigas, que fueron las únicas que nunca existieron. La tarde laboral no creo que sea mejor que la mañana, pero buen... en otra oficina alguien toma mate y otro lee una revista. A su vez, en cualquier lugar donde uno fije la vista, estoy seguro de que siempre habrá hormigas.